Deporte de reyes y caballeros en la edad media
Príncipes y nobles empleaban jaurías de perros y halcones amaestrados para una actividad que era más que un deporte.
En la Edad Media, la caza fue mucho más que un entretenimiento o un medio de vida para todos aquellos, y eran la mayoría, que vivían en el campo, en contacto con la naturaleza. Desde luego, estaba muy extendida la caza menor, centrada en animales de pequeñas dimensiones y ejercitada por campesinos y otros particulares, con la finalidad de completar la dieta y obtener otros recursos económicos; incluso los monjes eran muy aficionados a ella, lo que les valió reproches como el de Santo Martino de León, quien a finales del XII señalaba que a lo que debían dedicarse los religiosos era a la lectura en el claustro y a celebrar misas frecuentes.
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Pero la actividad más valorada era la caza mayor, reservada a las élites –reyes y nobles–, que disponían de tiempo, terrenos propios y gran cantidad de compañeros y servidores; como afirmaba Alfonso X el Sabio, «más abondadamiente la pueden mantener los reyes que los otros homes». Esta caza mayor constituía una parte fundamental de la educación y la forma de vida de los nobles. De hecho, entre las primeras exigencias de los caballeros medievales se encontraba montar a caballo, saber cazar y empezar a familiarizarse con las armas.
ESCUELA DE GUERREROS
Para los príncipes y nobles, la caza constituía ante todo un entrenamiento para la guerra; la estrategia para alcanzar la presa debía organizarse con tanto cuidado como si de una acción bélica se tratara. De ahí que el código de las Siete Partidas, de Alfonso X el Sabio, la definiera como «el arte o sabiduría de guerrear y de vencer». Por su parte, el príncipe castellano don Juan Manuel, en su Libro de los estados (redactado entre 1327 y 1332), considera que para un joven aristócrata la caza era tan importante como las lecciones de gramática; tan sólo los domingos «no se debe ni leer ni ir a caza».
Don Juan Manuel añade que el joven debía dedicarse a la caza desde que tuviera «hedat que pueda andar a cavallo et sofrir la fortaleça del tiempo», y debía ir ataviado con todo lo necesario; «deve traer en la mano derecha lança o ascoña o otra vara; et en la isquierda deve traer un açor o un falcón. Et esto deve fazer por acostumbrar los braços: el derecho, para saber ferir con él, et el isquierdo, para usar el escudo con que se defienda […] et deve poner espuelas al cavallo, a vezes por lugares fuerte, et a vezes por llanos, por que pierda el miedo de los grandes saltos et de los lugares fuertes et sea mejor cavalgante».
A lo largo de los años, la caza, además de favorecer la preparación física necesaria para participar en la guerra, permitía al caballero medir su aptitud de liderazgo ante un grupo de hombres enteramente dedicados a su servicio. En efecto, la caza ocupaba a un gran número de personas: había especialistas para cuidar los caballos, los perros y los halcones; criados o tajoneros para encargarse de las piezas cazadas y descuartizarlas para repartirlas entre los participantes; mozos para asegurar la intendencia durante las jornadas de montería y guardas para velar por el buen estado de los cotos.
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Pero la caza también tenía otras finalidades prácticas: aprovisionar de alimento a los ejércitos en constante movimiento, defenderse de los depredadores que atacaban las cosechas, el ganado y a las personas y, finalmente, proporcionar al señor un complemento alimenticio y pieles para el vestido.
BOSQUES Y PERROS DE PRESA
La caza mayor, también llamada montería o venatoria, se centraba en animales de grandes dimensiones a los que se perseguía mediante jaurías de perros adiestrados. Se desarrollaba en terrenos agrestes –en el monte, en roquedales o en la espesura de los bosques– y se definía por ser un privilegio de príncipes y nobles. En los Paramientos de Sancho VI de Navarra (siglo XII) se especifica: «solamente el rey, los ricohombres, los infanzones y los cabaylleros podrán tomar parte en ella. Así pues está prohibido por nuestros fueros, a todo hombre de condición inferior, dedicarse a esta clase de caza, sin cometer un moldado [delito] y exponerse a las colonias [multas] establecidas para los infractores, delincuentes y malintencionados».
Hay muchos testimonios de la afición cinegética de los reyes peninsulares, quienes consideraban un honor matar a la bestia feroz mientras los miembros de su séquito permanecían como espectadores de la lucha. Alfonso X el Sabio recorría con sus monteros y oteadores los cotos de Lomo de Grullo y de La Rocina (Huelva), y en el Libro de montería de Alfonso XI, del siglo XIV, se habla con frecuencia y en profundidad de los bosques y montes hispanos de la época y de su abundancia en animales idóneos para la venatoria, como los osos y los jabalíes. Todo ello con la clara finalidad de servir de adiestramiento y preparación física y moral: «Et por esta rrazón, los rreys et los grandes señores cataron maneras de auer soltura en caçar et en otras maneras que tomassen plazer para dar folgura al entendimiento», reza el libro.
La caza con aves rapaces, denominada cetrería o arte de volatería, también se generalizó entre las altas categorías nobiliarias. Era un tipo de caza muy distinta a la montería. Se desarrollaba en lugares húmedos, riberas de los ríos o llanos donde abundaban las aves de presa, y más que un entrenamiento bélico era una ocasión de lucimiento y diversión.
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Desde luego, también estaba reservada a la élite. Como se refleja en el Libro de la caza con aves del canciller Ayala: «vieron otrosí que era bien que los señores et príncipes anduviesen algunas horas del día, como de la mañana et en las tardes, por los campos, et mudasen el aire, et meciesen con sus cuerpos ejercicio».
EL PRESTIGIO DEL HALCÓN
Los caballeros que practicaban la cetrería ostentaban con orgullo no tanto los trofeos conseguidos, sino las aves de montería que poseían y la manera en que éstas habían sido amaestradas, para lograr que el azor o el halcón apresara las aves sin desgarrarlas, cambiando sus instintos feroces y doblegándolos a la voluntad y servicio del hombre.
La caza en el centro de las miradas. Una nota del Libro del 80° Aniversario de AICACYP que no deberías dejar de leer.
Este adiestramiento estaba a cargo de especialistas, como explica el ya citado canciller Ayala: «Et pues que así andaban, que era bien que hobiese homes sabidores en tal arte, que sopiesen tomar de las aves bravas, et las asegurasen et amansasen et las ficiesen amigas et familiares del home».
Aun así, la cetrería también podía servir para desarrollar aptitudes asociadas con la nobleza. En la partida había que saber calcular el momento preciso en que lanzar el ave, tener paciencia, mostrar prudencia para evitar los peligros naturales y saber aprovechar los vientos; habilidades todas ellas no menos necesarias en la política que los grandes golpes de espada.
La cetrería se dividía en dos géneros conforme a las rapaces utilizadas: la azorería, que se documenta muy tempranamente y se practicaba de forma cotidiana al necesitarse un azor o un gavilán, y la halconería, mucho más prestigiosa, de carácter áulico y desarrollo más tardío. Sancho VI de Navarra señalaba las diferencias entre ambos tipos de caza: «Sin embargo, hay que advertir que el azor es más fácil de entrenar que el halcón, y que de seis azores, cuatro, al menos, alcanzarán un buen entrenamiento, mientras que de cuatro halcones sólo lo logran dos. Por ello, es necesario dar preferencia al azor sobre el halcón».
La cetrería con falcónidas parece que se generalizó en Castilla a raíz del matrimonio de Fernando III el Santo con Beatriz de Suabia en 1219. Su sucesor, Alfonso X el Sabio, la practicaría personalmente; de hecho, en las Cantigas de Santa María se incluyen seis escenas cetreras en las que se relatan episodios protagonizados por el rey, por su hermano don Manuel, señor de Villena, o por los caballeros de su séquito.
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