Un cuento de Leonardo Killian
La tarde caía sobre el Club de Arquería. A eso de las seis, cuando el sol era una vela en el horizonte la mayoría había huido del frío, que en ese páramo, donde termina ciudad al lado del río, se hace sentir con todo su rigor.
Algunos estoicos habían quedado conversando y mateando amablemente y un puñado de arqueros insistíamos en tirar las últimas flechas de la tarde.
Con Candioti nos divertíamos tirándole a una botellita de gaseosa vacía que había colgado delante del para flechas y que al moverse complicaba aún mas el tiro a cincuenta metros.
El hecho que relato se dio con un disparo que como todo arquero con alguna experiencia sabe perfectamente, había salido del arco correctamente. Esto es, como mínimo, en dirección al pajón aunque estoy seguro que se dirigía implacablemente al blanco, en este caso a la botella de plástico.
Esa tarde había llevado un longbow flamante de 40 libras. Hecho en bambú de Tonkin, era una máquina suave y letal. Para conocerlo y domarlo, empecé tirando a veinte metros y después de tener claro los puntos de referencia, me animé con los de treinta, cuarenta y hasta los de cincuenta metros.
Un verdadero desafío para un arquero de longbow, el mas tradicional de los arcos de madera.
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También estrenaba un juego de flechas de aluminio porque no me animaba a usar las de madera con un arco nuevo. Los paraflechas tienen una estructura de hierro y un error en el tiro es fatal. El astil de madera, de chocar contra el metal se hace pedazos mientras que las de aluminio, a lo sumo se pueden doblar un poco, cosa que tiene perfecto arreglo.
Precisamente en la distancia mas larga de cincuenta metros y cuando tiraba la última flecha de mi carcaj…desapareció.
La flecha nunca llegó a ningún lado. Por lo menos en nuestro conocido universo de tres dimensiones.
Literalmente se esfumó en el aire.
Como si hubiese atravesado una tela o una pared invisible para pasar a otro lado la perdimos de vista.
Aunque, los arqueros que se encontraban en ese momento en la línea, también vieron como la flecha se esfumaba, hicimos el intento de buscarla. Primero en el pajón y luego detrás del mismo ya que no es la primera vez que por el uso, sobre todo el centro de pajón está mas permeable y hay flechas que quedan clavadas hasta las plumas e incluso, si el arco es muy potente, lo pasan y siguen de largo para ir a parar al mamelón de tierra donde termina el club.
Carlos sentenció “No la van encontrar, yo vi como desapareció”.
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Encontramos tres flechas perdidas, entre ellas una que parecía llevar mucho tiempo en la tierra. Pero la mía no apareció.
Durante la semana me hice un tiempo para ir a rastrear el campo de mañana cuando el sol da la mejor luz. Usé un rastrillo y hasta un enorme imán para ver si aparecía la dichosa flecha enterrada en el pasto pero nada, no la encontré.
La di por perdida y me olvidé del asunto. Cuando los fines de semana nos encontrábamos a tirar siempre había algún compañero que preguntaba hasta que la cosa se olvidó.
A los pocos meses, buscando en Internet material sobre las excavaciones en Troya para un trabajo para llevarles a mis alumnos en la facultad, volví a ubicar una noticia salida ya hace unos años y a la que en su momento no le había prestado atención ya que me pareció una fantasía o un invento de los muchos que navegan por las redes.
En la Troya homérica hallada por Schliemann, se había encontrado una flecha de “metal” incrustada en la clavícula de un guerrero.
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Volví a buscar algún sitio donde hubiese mas información y navegando llegué a una página alemana donde estaba la foto. Siendo parte de la excavación original tenía mas de cien años pero pude ampliarla y gracias a un amigo que se encarga de todo lo que tenga que ver con estas máquinas diabólicas que son las computadoras personales, pude verla claramente.
La foto se encuentra en el Museo de Berlín junto al tesoro encontrado por Schliemann y me quedé helado cuando observé la copia con mi lupa: allí estaba mi flecha de aluminio Easton Legacy 1916 con las plumas rojas y blancas. Oxidada y percutida era mi flecha, de eso no cabían dudas.
Me puse a leer todo lo que alguna vez había escuchado en la vieja serie Cosmos de Carl Sagán en la que se describían las teorías de los universos posibles. Los famosos “agujeros de gusano”, verdaderos atajos en espacio tiempo. Incluso Einstein dice que su existencia es matemáticamente posible aunque no se hayan podido encontrar pruebas que lo demostraran cabalmente. Una distorsión del tiempo y la gravedad formarían este hiperespacio. Llamados también Puentes de Einstein Rosen (el otro científico que los estudió) unirían espacios y tiempos totalmente lejanos.
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Aprovechando los beneficios de la comunicación con Internet escribí al museo de Berlín. En mi torpe alemán escrito ayudándome con el traductor de la PC les solicitaba una copia nueva de la clavícula fosilizada y la flecha incrustada.
A la semana, en un alemán mas correcto que el mío, me llegó la respuesta. “En 1945, cuando el Ejército Rojo entró en Berlin el tesoro encontrado por Schliemann fue considerado botín de guerra y llevado a Moscú. En la exposición que se hiciera en 1992 en el Museo Pushkin de Moscú se estableció claramente la falta de numerosas piezas que constaban en los archivos originales de Berlín. Entre las faltantes está la clavícula y la flecha a la usted hace referencia. Aunque nuestro gobierno no renuncia a que sean restituidas.”
Atte.Dr.Hartmann curador.
Sentí una enorme decepción y como única constancia quedaba una foto de mas de un siglo como única prueba.
Hice una copia papel de la foto de la clavícula del ignoto guerrero que el sábado voy a llevar a mis compañeros arqueros, únicos testigos del disparo, para que la vean y así comprobar que los agujeros en el espacio y en el tiempo existen.
Por alguna razón que desconozco.
Por algún designio al que soy ajeno.
Una flecha lanzada en Buenos Aires en julio de 2013 entró en alguna fisura del universo yendo a clavarse en el cuerpo de un guerrero griego del siglo XII A.C. Les juro que su muerte me es completamente ajena. Mi intención fue divertirme en forma pacífica tirando con unos amigos a una botellita en una tarde del frío invierno porteño.
El sábado insistiremos con las apuestas y los tiros a botellitas, cartones o todo lo que se tenga a mano para clavar en el pajón paraflechas y despuntar el vicio.
En vano intentaré encontrar ya no la flecha perdida sino el hoyo cósmico que, se positivamente, se encuentra en algún lugar entre la línea de tiro y la línea de blancos en el fondo de la ciudad, junto al río.
(*) Leonardo Killian en Profesor de Historia y personal del CONICET en el Instituto de Arqueología de la UBA. Practica arquería. Tiene tres campeonatos nacionales de FATARCO y tres de la AATA.
Escribió las novelas “La sombra del general” y “La Hermandad del Arco” y dos libros de cuentos “El gato canoso” y “Cuentos y anticuentos” y editó junto al Dr.Hector Cirigliano “El Camino del Arco”
email: elgatocanoso@yahoo.com.ar
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