Epecuén
Por Rocío de Miguel para Revista AIRE LIBRE
Un día cualquiera del último mes de abril, decidí que mi cámara y yo, merecíamos una historia especial: pisar por primera y única vez las tierras de una ciudad que alguna vez estuvo bajo el agua, y que hoy muestra sus restos como testigos fieles de aquella inundación.
Siempre me llamó la atención Epecuén, su historia y su trágico y temprano final. A pesar de eso hoy sigue viva y gracias a los recuerdos de quienes la habitaron, podría decirse que resurgió, no de sus cenizas sino de las profundidades.
Epecuén es una ciudad que invita a ser recorrida bajo cualquier excusa, porque se adapta a todo tipo de intereses, siempre al aire libre. Están quienes deciden alquilar bicicletas en Carhué; los que eligen caminar esos 5 km entre ciudad y ciudad, sintiendo el aire recorrer el cuerpo; o aquellos que prefieren ir en auto, dejarlo en el estacionamiento del ingreso y ahí sí, salir a caminar.
Más allá del medio de locomoción elegido para llegar a la entrada de la ciudad hundida, el común denominador es caminar por sus calles e imaginar cómo la vida años atrás. Si bien hay algunos carteles que indican puntos clave como el hotel, casas importantes o el “boliche”, no hay nada que le pueda ganar a una imaginación recién llegada y con hambre de conocer más en profundidad la historia del pueblo.
Antes de ingresar, se abona una entrada de precio módico, que permite moverse libremente dentro del horario establecido que, por lo general, va desde la mañana hasta la hora en que baja el sol.
Mis primeros pasos por la ciudad fueron a eso de las tres de la tarde. El día estaba completamente soleado, con algunas nubes movedizas, pero nada que impidiera al sol caer sobre las ruinas. Fue una primera experiencia movilizadora. Se me erizó la piel con el solo hecho de pensar que hace treinta años, había gente que tomaba mate o jugaba a las cartas entre los escombros que hoy tenía frente a mi cámara. Si bien mi primer encuentro con Epecuén fue en contexto pandémico, busqué de manera deliberada alejarme del resto para sacarme el barbijo y respirar el aire de la ciudad. Aire fresco, Aire libre. Con algún aroma particular por momentos, quizás producto de la alta concentración de minerales del agua de la zona, pero libre al fin.
El motivo para conocer la ciudad fue mi pasión por la fotografía. Había visto en internet a varios grupos de fotógrafos hacer salidas guiadas por la zona, en busca de imágenes nocturnas. Por eso decidí vivir mi propia aventura. La luz de las tres de la tarde era la indicada para dejar ver todos los detalles, pero buscaba algo más. Así caminé hasta la playa del lago, casi llegando al Matadero. Mate en mano vi comenzar a caer el sol.
Cuando dieron las seis sentí que era el momento de volver a entrar a la ciudad, que la luz de la tarde iba a cambiar por completo el paisaje que había visto hacía tan sólo un par de horas. Y no me equivoqué. La hora dorada tiñó todas las ruinas de color ocre, como si todo cobrara otro sentido. Me acerqué hasta el final de la ciudad, al encuentro de quien marcó su sentencia de muerte en 1985: el lago. Ahí pude ver cómo el sol iba acercándose cada vez más al horizonte y cómo la luz se iba apaciguando lentamente, junto con las esperanzas de los habitantes de la vieja Epecuén, cuando tuvieron que dejarla ahogarse.
Después de haber caminado la ciudad en la hora dorada, volví a la playa para ver la puesta del sol. Estaba nublado, pero de todas formas los colores cálidos se abrían paso entre las densas nubes. No había casi nadie, por lo que decidí sacarme el barbijo una vez más y conectar con el lugar. Fue un momento mágico; otro más en un sitio lleno de magia y misterio que lo hacen aún más encantador.
A pesar de un día increíble, me había quedado con las ganas de un atardecer prendido fuego. Y al parecer, este viaje me concedería todos los deseos. Al día siguiente y ya de regreso, volviendo de Villa Ventana, al llegar a Carhué, el cielo se incendió con un rojo tan intenso como nunca había visto. El sol era enorme y estaba escondiéndose detrás del horizonte a una velocidad más rápida que la de mis manos tratando de alcanzar la cámara. Fue increíblemente hermoso e inolvidable.
Así que ya no duden, visiten las tierras hundidas de Epecuén, hagan un parate en su caminata, disfruten del aire libre e imaginen cómo solía ser la vida. Jueguen a ser arquitectos, levanten mentalmente esos escombros, reconstruyan las casas y denle vida a esas ruinas que alguna vez fueron ciudad.
Rocío de Miguel es Fotógrafa y Docente. Pueden ver parte de sus trabajos en @rodemiguel
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