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Siempre conviene volar.
Por Santiago Legarre*, para Aire Libre
17 de octubre de 2025. Ya les he contado a los lectores de esta revista que Kenia merece seriamente ser considerada cuando se trata de planear un safari africano. Recordaré, antes de seguir, que aquí “safari” significa “viaje”. Ese es el sentido etimológico original de la palabra en kiswajili, la lengua común a varios de los países de África Nororiental. En Kenia, entonces, “safari” significa deambular por la sabana —no hay casi selva allí— en busca de animales por el solo gusto de verlos en su hábitat y también, en el caso de un sinfín de viajeros, con el fin de fotografiarlos.
Una pregunta capital que el viajero debe hacerse antes de emprender un safari tiene que ver con el medio de transporte que conviene usar para ir desde Nairobi (el punto de partida habitual del safari-goer “keniano”) hacia el destino elegido (alguno de los parques o reservas naturales).
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Después de mucha prueba y error —llevo catorce años de safari en África— he arribado a una conclusión rotunda: siempre conviene volar. Obviamente es más caro, pero “lo barato sale caro” y, cuando se tiene poco tiempo, conviene aprovecharlo. Más vale ahorrar en tragos y afines, y gatillar cuatrocientos dólares en un vuelo de safari: es una inversión de alto retorno para llegar a estos lugares abandonados de la suerte del asfalto.
La manera de resumir la razón de mi conclusión rotunda consistirá en relatar un vuelo de julio de 2025 a uno de esos lugares, la Reserva Nacional de Masái Mara —aunque lo que experimenté cuando allí me dirigí es similar a lo que me pasó cuando volé a otros destinos análogos, como Samburu o Nanyuki—.
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Mi jornada con la magnífica empresa Safarilink comenzó con un delicioso desayuno en la Spring Valley Coffe House de Wilson Airport, el aeropuerto de cabotaje de Nairobi. Esa cafetería está situada en Phoenix House, el hogar de Safarilink en Wilson, donde francamente me siento como en mi casa, después de tantos años. Se me ocurrió preguntarle al joven que preparaba mi delicioso capuchino, de dónde traían los también deliciosos pains au chocolat. Con toda inocencia el joven africano me respondió susurrando: “Creo que de París”. Sin palabras.

El vuelo, siempre en un avión pequeño, es también una delicia. No por la comodidad de los asientos sino porque siempre ofrece ocasión de hacer nuevos amigos interesantes. ¡En uno de mis vuelos compartí asiento con el bajista de la banda de rock Deep Purple! Mas incluso cuando se viaja sin celebridades abordo, como es lo habitual, suelen comenzar en el aire amistades —o al menos compañías— que luego continúan en el destino correspondiente.

Se aterriza en una pista de tierra. Aclaro, por si la noción inspira desconfianza, que se trata siempre de un aterrizaje suave, sin estridencias. Los pilotos de Safarilink tienen una mano envidiable.
En menos de una hora, uno pasa de estar en medio de una ciudad bulliciosa a disfrutar la sabana africana, plena de animales salvajes. Todo sin la transición de rutas ahogadas en tránsito y de, a ratos, rotas. No me cabe duda: ¡conviene volar!
* Autor del libro Un profesor suelto en África
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